Vivencias de un Infante de Marina en vuelos de T-28
Por el CNIM VGM (RE) Hugo Santillán
Reproducción de un mail enviado por un Infante de Marina a un Aviador Naval, en el cual nostálgicamente se recuerda a los queridos T-28 y se provee una visión muy particular de los Aviadores Navales.
¿Me cree que recuerdo el olor de la puesta en marcha del T-28?
Era un olor distinto al producido por cualquier motor cristiano de combustión interna que yo haya conocido.
El tufo del escape del T-28 era pleno, picante, con un poco de aceite pero no nauseabundo, ligero como la combustión del alcohol, volátil, efímero (dos o tres paladas de la hélice se lo sacaba de la nariz) pero diferente a cualquier olor a máquina que yo recuerde. Tal vez -para mi gusto- ligeramente estruendoso.
Agregue a todo eso la cabina abierta, un zumbido agudo en los auriculares, un casco que apretaba los parietales y un arnés que lo sujetaba a uno al avión como si fuera un remache cualquiera.
El piloto parecía casi ignorar que atrás iba alguien infinitamente más antiguo que él (yo, por supuesto). Apenas si me hacía una señal impertinente con un dedo pulgar hacia arriba (nunca supe si me quería decir que íbamos hacia arriba o que teníamos un solo motor).
Un inexplicable incremento de revoluciones -con el avión ridículamente parado en medio de la desolación de la pista- seguido por una caída alarmante del régimen del motor (prueba de magnetos, o algo tan denigrante como eso); una frase críptica (¿chorrito de motor?); otra espantosa crecida en las RPM más una extemporánea clavada de frenos sin motivo a la vista, solo lograban aumentar mi alarma, que Usted encontrará totalmente justificada.
Luego de la pregunta insolente del piloto ("señor ¿todo bien? Vamos"... como si uno pudiera influenciar algo en el devenir de una caprichosa lista de chequeo escrita por hipócritas), el pájaro saltaba (¡sin mi autorización!) hacia adelante a una velocidad obcenamente incremental hasta que despegaba hacia la maravilla...
Esa cosa (el T-28...) volaba ruidosa y poderosamente hacia arriba y adelante acompañada por indicaciones en la radio (sinceramente fuera de lugar por obvias) de alguien que decía pavadas tales como viento de tal lado a tantos nudos y no sé qué otras insentateceses que -en mi opinión- nada tenían que ver con mantener una máquina más pesada que el aire en el aire (que es lo que sospechosamente todo aviador intenta hacer).
Luego del despegue y como por algo mágico, la cabina se cerraba y un mundo mitad silencioso, mitad ruidoso y mitad cinético desfilaba bajo los sentidos (no le ocurra sumar tres mitades porque rompería la poca poesía que pude juntar).
Disfruté todos los minutos de vuelo en un fierro grande, mucho más grande de lo que la lógica hubiera diseñado para dos personas.
Uno iba sentado alto, con una visibilidad sorprendente y sintiendo una seguridad serena en el vuelo que solo da una máquina potente.
El fuselaje era cómodamente ancho. El paquete se sentaba irreveremente atrás, teniendo delante un bastón y pedales que se movían misteriosamente en complicidad con lo que hacía el avión, con gotas de llovizna que en vez de quedar sobre el plexiglás en su lugar de impacto (como Dios manda) se movían formando una recta insospechada.
En la cabina se respiraba aire puro, con olor a equipos electrónicos calientes, a chapas limpias y a cuero que era una delicia. Uno accedía a un mundo superior, sensorial, embriagador, adictivo.
Por breves instantes creí (remotamente) entender la razón por la que un Aviador Naval vuela cosas como esas.
Había tableros inútiles a ambos lados; espejos retrovisores que solo permitían avizorar nubes aburridas; una radio que transmitía pavadas (creo que algunos otros aviadores no sabían dónde andaban, porque requerían información tranquilizadora de ciertas buenas personas llamadas Baires Control o de un primo apodado Comodoro Control).
Luego de aterradoras e infundadas maniobras que desafiaron toda explicación sensata, la cosa (el T-28) enfiló a una velocidad no autorizada por quien esto escribe hacia un hilo gris llamado pista, mientras perdíamos altura sin remedio, a la vez que un maleducado llamado "Torre" hablaba sin parar sobre vientos, turnos, cabeceras y cotas que -francamente- alguien debería poner fin por alarmistas e inconducentes.
Antes de caer fatalmente a tierra (o a pista, detalle que jamás me fue anticipado) mi formación como infante de marina me permitió superar todas esas ominosas perspectivas: saqué mi Ballester Molina y juré para mis adentros que no me capturarían vivo.
Para destacar mi desconfianza sobre las capacidades del jovenzuelo sentado delante mío, afirmo que lo escuché tratar de entender algo de lo que tenía que hacer: ¡él juraba (nadie le contestaba) que estaba en la etapa inicial (nunca se dignó comentarme nada al respecto), rogaba que alguien le ponga no se qué cosa básica y luego -impávido- musitaba que estaba en la final! Preferí simular que no lo había escuchado y adopté una postura de indiferencia hacia lo que pudiera ocurrir.
Al cabo de segundos aterradores, declaro categóricamente que -gracias a Stella Maris- el piloto a cuyas manos (una forma de decir) confié mis huesos, logró poner el T-28 (la cosa) en el medio de una autopista muy ancha y sin tráfico a pesar de las insensantas y engañosas palabras de la ominosa "Torre", a las que sistemáticamente ignoró. Para colmo, sospeché que estaba perdido (escuché que le susurraba a Torre que estaba buscando un taxi).
Mientras corríamos torpemente por la pista (cualquier jeep le saca una cuadra al toque), la cabina se abrió sola, el olor del escape del motor volvió a llenarme las pituitarias y el viento fresco de la pampa argentina me hinchó de una felicidad infantil que no me averguenzo en declarar.
Al detenerse la cosa en una plataforma que nunca pude distinguir del resto del cemento de la pista, un cabo aeronáutico se subió de un salto al ala, se me acercó confianzudo (casi lo encano por incorrecto) y -sin mi expresa autorización- empezó a desatarme y a hablar con el piloto como si yo no existiera.
Pensé en hacerle una complementaria al piloto por las desconcertantes vivencias recientes, pero una vez que toqué (salté, pisé, zapatié, taconié, caminé, troté) a la pista decidí invitarlo a tomar un whisky en la cámara de oficiales de la base para (sin falsos pretextos) sobornarlo para que me saque a volar otra vez.
Disculpe, pero esas fueron las sensaciones que recuerdo de mis minutos de paquete en nuestros T-28.
Lo abrazo como un hincha declarado de nuestros eficaces, eficientes, heroicos, idóneos, hábiles, innovadores, pelilargos, inefables, divertidos e impredecibles aviadores navales.
Capitán De Navío IM Hugo Santillán
Instituto Aeronaval