La última salida
Por Richard Hillary
Richard Hillary nació en Sydney, Australia, el 20 de Abril de 1919. Siendo un niño fue enviado a Inglaterra donde recibió su educación en colegios británicos. En 1938 se unió al Escuadrón Aéreo Universitario (sin haber culminado sus estudios en Oxford) y, luego de un tiempo de entrenamiento como piloto de combate, fue incorporado a la R.A.F. como miembro del Escuadrón 603. Combatió durante la Batalla de Inglaterra. El 3 de Septiembre de 1940, en pleno combate sobre la costa de Kent, su Spitfire fue alcanzado por las ráfagas de un Messerschmit Bf109. Su avión se incendió y, luego de algunas dificultades, Hillary logró saltar en paracaídas. Cayó sobre el Canal de donde fue rescatado por un bote de salvamento de Margate. De este enfrentamiento, Richard Hillary sufrió muy graves quemaduras en su cara y en sus manos, que precisaron varias intervenciones quirúrgicas de cirugía plástica. Fue durante su convalecencia que escribió el libro «The Last Enemy», donde relata sus experiencias durante la Batalla de Inglaterra.
Richard Hillary nunca recuperó completamente el pleno uso de sus manos, pero se las arregló para retornar al servicio activo realizando un entrenamiento en vuelos nocturnos, a pesar de no hallarse totalmente apto para el combate. El 8 de Enero de 1943, Hillary falleció (junto con su navegante) cuando su avión se estrelló en un vuelo nocturno, precisamente. Faltaban tres meses para que cumpliera 24 años.
El siguiente texto ha sido extraído de su libro «The Last Enemy» donde relata su vida como piloto, algunas de sus experiencias y, principalmente, su último combate.
«Escuadrilla para el sur. Un automóvil vendrá a recogerlo a las 8 hs. Firmado, DENHOLM». Aquella fue la noche en que la guerra empezó para nosotros.
En aquella época, los alemanes enviaban relativamente pocos bombarderos. Pretendían aniquilar nuestra aviación de caza y, desde el alba al crepúsculo, el cielo hormigueaba de Messerschmitt 109 y 110.
Media docena de los nuestros dormían siempre en el campo de aviación para estar dispuestos a replicar a un ataque de madrugada. Esto suponía la obligación de levantarse a las 4 de la mañana, a fin de que una hora más tarde nuestros aviones estuviesen listos, con el oxígeno, los visores y las municiones comprobados. Los primeros «boches» se presentaban, generalmente, a la hora del desayuno, y a partir de ese momento y casi sin interrupción, permanecíamos en el aire hasta las 8 de la noche. Comíamos cuando podíamos, las habichuelas, el jamón y los huevos que nos enviaban del comedor de oficiales. Aquella mañana escuchamos la voz del oficial de control de vuelo: -Escuadrilla 603. Despegue inmediato. Diríjanse a la base de la patrulla. Recibirán instrucciones en vuelo-
Inmediatamente echamos a correr hacia los aviones. Me encaramé a la carlinga del mío y tuve una sensación de vacío en la boca del estómago. Sabía que aquella mañana iba a matar por vez primera. No me pasó por la cabeza la idea de que yo mismo pudiera resultar muerto o herido. Más tarde, cuando empezamos a perder pilotos con cierta frecuencia, pensé en ello, pero nunca de un modo concreto y jamás durante el vuelo. Sabía que eso no me podía suceder. Trataba de imaginarme la cara del hombre que iba a derribar. ¿Sería joven? ¿Sería gordo? ¿Moriría pronunciando el nombre de su Führer o solitariamente, tomando conciencia de su individualidad en ese instante último? Nunca lo sabría. De una manera mecánica revisé mentalmente los mandos. Despegamos nuestros aviones uno tras otro.
Los encontramos a 5.500 metros: 20 Messerschmitt 109, de morro amarillo, a quince metros por encima de nosotros. Nosotros éramos ocho. Cuando bajaron en picada nos pusimos en línea de combate para hacerles frente. Brian Carbury, que mandaba nuestra sección, puso su aparato en picada y casi noté el gesto del guía de la escuadrilla alemana moviendo la palanca de mando para situar a Carbury en su campo de tiro. En ese mismo momento, éste tiró también fuertemente de su palanca, y con un brusco viraje ascendente hacia la izquierda nos colocó por encima de ellos. En estos dos segundos vitales los alemanes perdieron su ventaja. Vi cómo Brian disparaba una ráfaga sobre el avión que iba a la cabeza y cómo el aparato daba media vuelta de campana: ya era mío. Maquinalmente moví hacia la izquierda el pedal del timón para colocarme en ángulo recto, coloqué el botón de tiro en posición de «disparo» y le solté una ráfaga en abanico de cuatro segundos. Pasó exactamente por mi visor y vi las balas trazadoras de mis ocho ametralladoras haciendo blanco. Durante un segundo mi enemigo pareció quedar suspendido en el aire. Luego surgió una llama y cayó lejos de mi vista.
Durante los minutos que siguieron estuve demasiado atareado en preocuparme por mi seguridad personal como para pensar en nada; pero cuando nuestros adversarios interrumpieron el combate y recibimos la orden de regresar a la base, volví a pensar de nuevo en ello.
Ya había sucedido. Sentí primero la satisfacción de haber realizado debidamente una tarea que era el resultado lógico de varios meses de entrenamiento. También tenía la sensación de que todo estaba conforme con el orden natural de las cosas. El estaba muerto, yo estaba vivo, y si hubiese ocurrido lo contrario, todo hubiese estado, igualmente, dentro del orden. Comprendí entonces la gran suerte del piloto de caza. Desconoce las emociones, demasiado personales, del soldado a quien se le ordena cargar con la bayoneta calada, y también aquellas, demasiado peligrosas, del piloto de bombardero, que, noche tras noche, debe sentir ese placer infantil de romper cosas. Las emociones de un piloto de caza son las de un duelista: frías, precisas, impersonales. Tiene el privilegio de matar limpiamente. Porque cuando sólo se puede escoger entre dar o recibir la muerte, considero que esto se debe hacer con dignidad.
En el transcurso de esos meses de Agosto y Septiembre, nuestra inferioridad numérica fue tal que nos era prácticamente imposible efectuar un ataque en formación cerrada, salvo cuando teníamos la ventaja de la altura. Nos dispersábamos siempre al cabo de unos segundos, y el cielo ya no era más que un campo de batalla entrecruzado por las estelas de humo de los combates singulares. Regresábamos, pues, solitariamente a la base con intervalos de dos minutos. Al cabo de una hora, el tío George procedía a pasar lista para saber quién faltaba. A menudo, algún piloto telefoneaba diciendo que se había visto obligado a aterrizar en otro aeródromo o en el campo. Pero no todas las llamadas eran tan agradables. A veces un equipo de socorro comunicaba el número de un aparato derribado. El tío George lo anotaba y tachaba un nuevo nombre de la lista.
La dura lección de los dos primeros días nos hizo ser más prudentes. Decidimos no volver a dejarnos sorprender por el enemigo en posición más alta que la nuestra y volar siempre por parejas, a fin de que si uno se lanzaba en picada sobre un adversario, el otro permaneciese a unos 150 metros por encima de su compañero para protegerle de un ataque por la espalda.
A menudo los aparatos regresaban al aeródromo para volver a elevarse al momento; el tiempo preciso para que el personal de la base, que trabajaba con una rapidez admirable, los reaprovisionase de gasolina, oxígeno y municiones.
Muchas veces nos era difícil, bien por el sol, bien por la altura, descubrir a los aparatos enemigos. En lo que a mí respecta, el sol constituía un problema particular. Llevábamos gafas negras, pero yo nunca las utilicé, porque me causaban una sensación de claustrofobia. Las levantaba siempre sobre la frente antes del combate. Esta costumbre y la de no usar guantes me iban a costar caro.
En otra ocasión cometí la estupidez de volar solo sobre Francia. El cielo estaba completamente vacío, con la excepción de un Messerschmitt que regresaba a su base volando a gran altura. Hacía diez minutos que intentaba alcanzarlo, decidido a no dejarlo escapar. Pude colocarme, ¡por fin!, en buena posición, después de haber dejado atrás Calais, y estaba por abrir fuego, cuando percibí una escuadrilla de 12 Messerschmitt que se me venía por la derecha. Tuve mucho miedo, pero me dirigí inmediatamente hacia ellos y disparé contra su guía. Vi que sus balas trazadoras pasaban por debajo de mi avión y luego cómo se desprendía su cabina. Un instante después los había dejado atrás. No esperé a ver más y me lancé a toda velocidad hacia la costa inglesa, perseguido durante la mitad del trayecto por once aparatos alemanes. Aterricé más de una hora después que los demás, en el momento preciso en que el tío George terminaba de pasar lista.
Una mañana (estábamos en Hornchurch desde hacía casi una semana) fui despertado, ya tarde, por el ruido de los aviones evolucionando en el aeródromo. La cosa me irritó porque me dolía la cabeza.
Como había participado en todos los vuelos del día anterior, tenía la mañana libre y podía hacer lo que me apeteciese. Me vestí lentamente, me miré la lengua con toda calma ante el espejo y me dirigí al comedor de oficiales para almorzar. Llegué al campo alrededor del mediodía. El aire recalentado envolvía las cosas en un halo deformante, cuando empecé a cruzar la pista para dirigirme al lugar de estacionamiento de los aviones, que estaba al otro extremo del campo. No vi más que dos aviones en tierra y supuse que la escuadrilla había salido ya para cumplir alguna misión. Un camión me precedía.
Entonces fue cuando oí la voz, siempre impasible, del oficial de control de vuelo, anunciando: -Una gran formación de bombarderos enemigos se acerca a Hornchurch. Se ordena a todo el personal que no realice algún trabajo de urgencia que se ponga inmediatamente al abrigo-
Alcé los ojos. Todavía no se les veía. Tres Spitfire que acababan de posarse dieron media vuelta y pasaron a mi lado como una tromba para despegar con viento de popa. Nuestro camión, que seguía avanzando, había recorrido casi la mitad del camino; me pareció de pronto que estaba terriblemente lejos del área de estacionamiento.
Alcé otra vez los ojos y esta vez los vi: una docena de enormes insectos brillando al sol y avanzando rectos hacia nosotros. Al oír silbar las primeras bombas encogí instintivamente la cabeza en los hombros. Con el rabillo del ojo vi a los tres Spitfire. Durante un momento se colocaron en formación cerrada a unos seis metros de altitud; un momento después se separaron como disparados por una catapulta. El que iba a la cabeza dio una voltereta y cayó boca arriba, arrastrándose por la pista con un ruido parecido al de una tela al desgarrarse; el segundo rozó la pista con un ala y giró alrededor de su hélice; mientras que el de la izquierda salía despedido, sin alas, e iba a caer en el campo próximo. Recuerdo haber pensado tontamente: «Es el vuelo más corto que se ha hecho jamás.» Luego tuve la impresión de que me arrancaban los pies y se me llenó la boca de tierra, mientras que uno de mis camaradas, Bubble, desde la entrada del refugio, me gritaba como un loco:
-¡Corre, imbécil, corre!-
Corrí. Comprendiendo bruscamente lo expuesto de mi posición, recorrí la distancia que me separaba del refugio como un cohete y penetré en él, mientras el suelo saltaba otra vez, cubriéndome de cascotes, y yo me daba de cabeza contra el marco de la puerta. Me derrumbé sobre un montón de grava y me puse a frotarme el cráneo.
-¿Quién está ahí?- pregunté, tratando de ver en la oscuridad.
-Cardell, tres de nuestros mecánicos y yo (dijo Bubble), ¡y además tú, por la misericordia divina!-
Por el movimiento de sus labios vi que añadía otra cosa, pero como recrudecían los silbidos y las explosiones, no pude oírle. El refugio temblaba a cada estallido y el aire estaba lleno de polvo. Resistió, sin embargo. El estrépito se prolongó durante casi tres minutos y terminó de repente. Reinó un silencio mortal. Todo el mundo permaneció inmóvil. Ninguno de nosotros deseaba ser el primero en comprobar la devastación que debía haber afuera. Por fin Bubble exclamó:
-¡Qué suerte no ser civil! ¡En mi vida he pasado tanto miedo como en este refugio! ¡Viva la aviación!-
Esto desvaneció nuestra tensión y salimos. Las pistas habían sufrido enormes destrozos. Sólo se veían grandes agujeros y montones de tierra. Una bomba había caído cerca de mi Spitfire, cubriéndolo de arena y grava. Dije entonces a uno de los mecánicos que iban conmigo:
-¿Quiere hacer el favor de decirle al sargento Ross que me envíe un equipo de revisión?-
Hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los extremos del campo y respondió:
-Será mejor que yo mismo reúna el equipo. El sargento Ross no hará, probablemente, más revisiones-
Miré hacia donde había señalado y vi el camión grotescamente caído sobre un costado. Su techo había sido proyectado a una distancia de veinte metros.
Me encaramé a la carlinga de mi avión y, sintiendo un vacío en el estómago, comprobé rápidamente los mandos. Bubble asomó la cabeza y dijo:
-Vamos al comedor a ver qué ha pasado. Nuestros aparatos tendrán que aterrizar de todos modos en el campo de reserva-
Le seguí. Encontré a los pilotos de los tres Spitfire indemnes, con sólo unos rasguños, a pesar de haber sido ametrallados por los bombarderos. El barracón de las «operaciones» estaba intacto, igual que los hangares. En el comedor únicamente dos ventanas habían sido arrancadas.
El comandante de la base ordenó que todos los hombres y mujeres disponibles se pusieran a reparar el aeródromo; a las 4 hs. ya no se veía ni un agujero. Los sitios en donde habían quedado bombas sin explotar fueron balizados, y una doble hilera de banderines amarillo delimitó las pistas. A las 5 hs., nuestra escuadrilla, que había despegado del terreno de reserva a causa de una alarma, aterrizó sin incidentes en su base habitual.
En resumen: este bombardeo, sumamente preciso, efectuado a 3.600 metros de altura y durante el cual fueron lanzadas varias rociadas de bombas, sólo nos costó los cuatro muertos del camión y una maraña de cráteres, que pronto fueron rellenados. Nada demostraba mejor la inutilidad de las tentativas del enemigo para destruir nuestras bases avanzadas de caza.
Se me designó para tomar parte en la próxima salida. Para entonces ya estaba harto de descansar en tierra. Sonaron las 6 hs. y siguió pasando el tiempo. No se produjo ninguna alerta. Nos pusimos a jugar al póker y yo gané. Habíamos convenido que lo dejaríamos a las 7 hs. si no se nos había ordenado volar antes. Echaba continuamente miradas ansiosas al reloj de la pared. Nunca tengo mucha suerte con las cartas, pero cuando las agujas señalaron las 6,55 hs., empecé a creer realmente que mi suerte había cambiado. Exactamente en aquel momento, como por casualidad, se oyó la voz del jefe de control de vuelo:
-Escuadrilla 603. Despegue inmediato-
Corrimos precipitadamente hacia nuestros aviones; dos minutos después habíamos despegado y dimos dos vueltas sobre el campo para permitir que nuestros doce aparatos ordenasen su formación. Volamos en cuatro secciones de tres: Roja, a la cabeza; Azul, a la derecha; Verde, a la izquierda; y la última, protegiendo nuestra retaguardia sobre nosotros. Yo ocupaba el puesto número 2 de la sección Azul. Oímos aún la voz del jefe de control:
-¡Oiga! ¡Jefe Rojo!-
Siguieron las instrucciones de altura y ruta. Como siempre, volamos en dirección opuesta hasta alcanzar los 4.500 metros. Dimos entonces media vuelta, ascendiendo a todo gas para no estar en el sol, y alcanzar la altitud deseada.
Durante toda esta maniobra, Denholm, nuestro jefe de escuadrilla (el “tío George”), permaneció en comunicación con tierra. Debíamos interceptar el paso a una veintena de cazas enemigos, que volaban a 7.500 metros. Lancé una mirada a Peter y vi que sus labios se movían. Estaba cantando, como de costumbre. Lo hacía algunas veces sobre su aparato emisor, de suerte que una interpretación un tanto gangosa de «Night and Day» se mezclaba extrañamente con las instrucciones que nos llegaban desde tierra. En ese mismo momento oí en mis auriculares la voz de los alemanes que conversaban animadamente desde sus aparatos. Esto ocurría en algunas ocasiones, y cada vez nos daba la impresión de que estaban sobre nosotros, cuando la mayoría de las veces se encontraban aún bastante alejados. Puse mi aparato en «emisión» y empecé a gritar: -¡Métete la lengua en el c...!-, así como todas las demás invectivas de mi repertorio germánico. Con gran alegría oí replicarme a uno de ellos: -¡Cerdos ingleses!- ¡Les vamos a enseñar cómo se habla a los alemanes!- Tal vez no se me dé crédito, pero varios de mis camaradas lo oyeron también.
Miré hacia abajo. Bajo un cielo completamente despejado, la campiña inglesa, muy lejos bajo mis pies, se extendía hasta el infinito, ofreciendo al sol poniente, una extraordinaria sinfonía de tonos verdes y purpúreos.
Dirigí la mirada al altímetro. Estábamos a 8.400 metros. En aquel momento, Sheep gritó: -¡A ellos!-, y se deslizó lentamente, adelantándose al tío George, en dirección al enemigo:
-Perfecto. En línea de combate-
Me puse detrás de Peter y vi, a mi vez, a los alemanes a unos 600 metros debajo de nosotros. La situación, por una vez, era agradable; pero debían habernos descubierto ellos también, porque adoptaban una formación de defensa en círculo, uno tras otro, que es bastante difícil de forzar.
-¡Escalonados a la derecha!- ordenó la voz del tío George.
Nos desplegamos en abanico en la dirección indicada.
-¡Me lanzo en picada!-
Nos lanzamos en picada a todo gas, uno tras otro. Escogí un objetivo y puse el botón del disparador en «tiro». Cuando estuve a 300 metros de él, el alemán surgió en mi visor. A los 200 metros lancé una ráfaga de cuatro segundos y vi cómo las balas trazadoras penetraban en su morro. Luego efectué una recuperación tan brusca, tan brutal, que sentí que los ojos se me metían en el cráneo. Al iniciar un viraje ascendente pude comprobar que habíamos roto su formación. Varios aviones habían sido abatidos. Me figuré que yo había derribado alguno, pero aquella recuperación no me había permitido comprobarlo. A mi izquierda vi cómo John atacaba de frente a un Messerschmitt. Los dos aviones se lanzaban el uno contra el otro, y sus respectivas balas parecían hacer blanco. Luego, en el último momento, el alemán inició una subida y recibió los disparos en pleno vientre. Se puso boca arriba, surgieron unas llamaradas amarillas de su cabina y desapareció.
El cielo, que hasta entonces había estado lleno del tumulto de los aviones, quedó vacío de golpe, y todo fue silencio. Me di cuenta de mi fatiga. Tenía mucho calor. El sudor me chorreaba por el rostro. Pero no era el momento de enfrascarme en vanas reflexiones: no era prudente quedarse allí, volando solo.
Todavía me quedaban municiones. Decidido a no regresar a nuestra base sin haberlas utilizado debidamente, lancé una mirada a mi alrededor para tratar de ver a alguno de mis camaradas. Distinguí una formación de unos cuarenta Hurricane que patrullaba a 6.000 metros, por encima de Dungeness, a unos 1.500 metros de distancia. Me dirigí hacia ellos, considerando que si los alcanzaba estaría seguro. A unos 200 metros del aparato de cola miré hacia abajo y vi, a unos 1.500 metros, otra formación de 50 aparatos que volaban en la misma dirección. Era ésta una astucia habitual de los alemanes, la de escalonarse así a distintas alturas, y me alegré al ver que nosotros adoptábamos también la misma táctica. Pero de súbito tuve el convencimiento de que nosotros jamás hubiéramos podido juntar tantos aviones en un mismo punto. Miré con atención al aparato que iba siguiendo y distinguí con claridad la cruz gamada. Nadie parecía preocuparse de mi presencia. Tenía el sol a mi espalda. Se me presentaba una magnífica oportunidad. Me aproximé hasta 150 metros y lancé una ráfaga de tres segundos al aparato de cola. Se puso boca arriba y cayó en barrena. Como un estudiante que acaba de hacer una diablura, miré a mi alrededor: no hubo ninguna reacción. Tal vez podría haber repetido la cosa con el avión más próximo, pero tuve la sensación de que no debía tentar a la suerte. Di media vuelta de campana y puse proa a la base, donde me enteré, lleno de rabia, que mi camarada Raspberry se había apuntado tres aviones derribados, como de costumbre.
Agosto iba acercándose a su fin, sin que el enemigo disminuyera su ofensiva. La escuadrilla no daba, sin embargo, la menor señal de fatiga, y por mi parte me sentía muy feliz. Esto era lo que había estado esperando durante cerca de un año y no me sentía decepcionado. Si algo experimentaba, era más bien una sensación de alivio. No nos quedaba tiempo para reflexionar, ya que cada día surgían nuevos combates. Como las emociones cotidianas eran más que suficientes, nadie pensaba en el porvenir. Al llegar la noche, nuestra mente se apagaba igual que una bombilla.
Despuntó gris y triste el alba del 3 de Septiembre. Una ligera brisa rizaba las aguas del estuario. El aeródromo de Hornchurch, a 20 kilómetros al este de Londres, estaba recubierto, como de costumbre, por una bruma amarillenta, que ponía una nota siniestra en las siluetas borrosas de nuestros Spitfire, distribuidos alrededor del campo.
Llegamos a la pista a las 8 hs. de la mañana. Durante la noche habían metido nuestros aviones en los hangares. Todo el material había quedado al otro extremo del campo. Yo estaba preocupado. Nos habían bombardeado días antes y, desgraciadamente, la nueva cabina instalada en mi aparato no corría por su ranura. Temía, teniendo en cuenta la reducción de personal y la falta de herramientas, que se quedase así, y en ese caso me sería imposible saltar a toda prisa del avión en un momento dado. Milagrosamente, el tío George apareció con tres hombres provistos de una gruesa lima y de grasa lubricante. El cabo ajustador y yo nos pusimos a toda prisa a trabajar en la recalcitrante cabina, turnándonos, limando y engrasando, engrasando y limando, hasta que al fin empezó a resbalar por la ranura, pero con lentitud desesperante. A las 10 de la mañana se disipó la bruma y apareció el sol, pero la cabina seguía atascándose en la mitad de su recorrido. A las diez y cuarto sucedió lo que estaba temiendo hacía una hora. Con su voz impasible, el jefe de control anunció en el altavoz:
-Escuadrilla 603, despeguen y diríjanse a la base de patrulla; recibirán nuevas instrucciones en vuelo. Escuadrilla 603, ¡despegue lo más rápidamente posible!-
Cuando oprimí la puesta en marcha y el motor empezó a zumbar, el cabo bajó del aparato y montó el dedo medio sobre el índice para desearme buena suerte.
El tío George y la sección que iba a la cabeza despegaron en medio de una nube de polvo; Brian Carbury me lanzó una mirada y puso sus dos pulgares hacia arriba. Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y di gas a fin de despegar desde Hornchurch por última vez. Eramos solamente ocho en la escuadrilla. Pusimos proa al sudeste, tomando altura a todo gas y en línea recta. Hacia los 3.600 metros salimos de las nubes. El resplandor del sol me impedía ver el avión más próximo, incluso en los virajes. Miraba ansiosamente hacia adelante, pues el controlador nos había advertido que, por lo menos, unos cincuenta cazas enemigos se acercaban a gran altura. Nadie gritó cuando los divisamos, pues todos los vimos al mismo tiempo. Debían volar entre 150 y 300 metros más alto que nosotros y avanzaban como una nube de langostas. Me coloqué automáticamente en línea de combate. Un momento después estábamos en medio de ellos y cada uno tuvo que actuar por su cuenta. Durante los diez minutos siguientes hubo una verdadera barahúnda de aviones y balas trazadoras cruzándose en todas direcciones. Un Messerschmitt cayó envuelto en llamas a mi derecha; un Spitfire pasó como una tromba, dando media vuelta de campana. Hice un viraje, tratando desesperadamente de ganar altura, con mi aparato literalmente colgando de su hélice. En aquel momento, debajo de mí justamente y un poco a la izquierda, divisé el blanco ideal: un Messerschmitt que subía con el sol en la espalda. Me aproximé a menos de 200 metros y desde una posición levemente lateral le lancé una ráfaga de dos segundos; se desprendieron fragmentos de sus alas y empezó a salir un humo negro del motor, pero mi enemigo seguía volando. Como un loco y sin apartarme de él, le lancé una nueva rociada que duró tres segundos. Surgieron unas llamas rojas, el alemán entró en barrena y desapareció de mi vista. En ese mismo momento noté una explosión formidable, que me arrancó la palanca de las manos, mientras que todo mi avión se estremecía como un animal herido: un Messerschmitt me había acertado con sus ráfagas. Unos instantes después la carlinga era una hoguera. Instintivamente alcé los brazos para abrir la cabina. No se movió. Me arranqué las correas y conseguí entreabrirla, pero me costó algún tiempo, y cuando me dejé caer en mi asiento, buscando la palanca para poner el aparato boca abajo, el calor era tan intenso que me sentí desvanecer. Recuerdo un instante en que experimenté un dolor atroz. «¡Ya está!», pensé. Me llevé las manos a los ojos y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí estaba fuera del aparato y caía rápidamente. Tiré entonces de la anilla de mi paracaídas y una brusca sacudida frenó mi descenso. Al mirar hacia abajo vi completamente quemada la pierna izquierda de mi pantalón. Iba a caer en el mar y la costa inglesa estaba lejos. Al llegar a unos seis metros sobre el agua traté de soltarme del paracaídas, pero no lo conseguí, y entré en contacto con la superficie. Según me contaron más tarde, mi aparato entró en barrena a unos 7.500 metros de altura y yo había salido de él a los 3.000 metros, si haber recobrado el conocimiento. Esta explicación debía ser exacta, pues tenía una gran cortadura en la parte superior del cráneo, que debí hacerme al caer en el interior de la carlinga.
El agua no estaba muy fría y comprobé con satisfacción que mi chaleco salvavidas me sostenía en la superficie. Quise mirar mi reloj: había desaparecido. Entonces por vez primera noté que tenía quemaduras atroces en las manos; la piel, descolorida horriblemente hasta la muñeca, se me caía a jirones. El olor de la carne quemada me produjo una ligera náusea. Cerrando un ojo, pude ver que tenía los labios abultados como neumáticos. El correaje de mi paracaídas me causaba un dolor muy vivo en un costado, lo cual me hizo comprender que también tenía quemada la cadera izquierda. Hice un nuevo esfuerzo para soltarme del paracaídas, pero tuve que desistir por el vivísimo dolor que tenía en las manos. Me tumbé para hacer la plancha y reflexionar sobre mi situación; tenía las manos quemadas, la cara también, y, a juzgar por el dolor que me producía el sol, me parecía muy poco probable que desde la costa, a muchas millas de distancia, alguien me hubiera visto caer, y aún más improbable que viniera un barco en mi socorro. Calculé que podría mantenerme a flote unas cuatro horas con mi “Mae West”. Tal vez me había alegrado demasiado pronto de haber salido vivo del avión. Al cabo de media hora mis dientes castañeteaban, y para evitarlo me puse a canturrear una especie de canto monótono, interrumpido de vez en cuando por gritos pidiendo socorro. Es difícil imaginar un pasatiempo más inútil que el de pedir auxilio en pleno mar del Norte, con una gaviota solitaria por toda compañía; pero esto me proporcionó cierta melancólica satisfacción, ya que había escrito hacía algún tiempo un cuento donde el protagonista, al caerse de un barco, se comportaba exactamente de la misma manera. Por cierto, el cuento fue rechazado por el editor.
El agua me empezó a parecer más fría y noté con sorpresa que la cara seguía quemándome, a pesar de que el sol se había puesto. Quise mirarme las manos y, al no verlas, comprendí que estaba ciego. Iba a morir. Como en un sueño recuerdo haber oído gritar; la voz me parecía lejana y sin ninguna relación conmigo.
En aquel momento unos brazos caritativos me alzaron y me subieron sobre la borda, me liberaron del paracaídas y me metieron entre los labios hinchados una botella de cognac. Sentí una voz decir: -Muy bien, Joe. Es uno de los nuestros y todavía respira- Estaba salvado.
Debí mi salvación a la lancha de salvamento de Margate. Unos vigías, desde la costa, me habían visto caer y me estaban buscando desde hacía tres horas. Mis salvadores, mal informados, iban a emprender el regreso, cuando, por una ironía de la suerte, mi paracaídas les había señalado mi presencia. Estaban entonces a 15 millas de Margate.
Mientras estuve en el agua había permanecido en un estado semiinconsciente y no había sufrido mucho. Pero al recobrar el conocimiento por completo sentí un dolor tal que casi me puse a aullar. Aquellas buenas gentes me instalaron lo más confortablemente posible; colocaron una especie de tienda para proteger mi cara del sol y llamaron a un médico por radio. Me pareció que tardábamos una eternidad en llegar a tierra. Me colocaron en una ambulancia, que salió inmediatamente hacia el hospital. Conservé mi lucidez durante todo el tiempo, aunque no veía nada. Una vez en el hospital, tuvieron que cortar el uniforme para desnudarme; a requerimiento de una enfermera indiqué el nombre de mi más próximo pariente, y luego, con un inmenso alivio, sentí como una aguja hipodérmica se clavaba en mi brazo...
Fuente: Gran Crónica de la Segunda Guerra Mundial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario