El piloto que murió en la “Tierra de la Sed”, escribió un diario íntimo en su agonía y fue hallado momificado 29 años después
William
Newton Lancaster sobrevivió ocho días al desierto del Sahara. Murió el
20 de abril de 1933, luego de haber estrellado su avión mientras buscaba
romper el récord del vuelo más rápido entre Inglaterra y Sudáfrica. La
historia de un piloto temerario que casi va preso por asesinato y que
falleció por culpa de su propia ambición
Octubre
de 1927: una imagen del aviador inglés William Newton Lancaster,
conocido como Bill, y la pilota australiana Jessie Miller, conocida como
Chubbie (Fox Photos/Hulton Archive/Getty Images) “Es el amanecer del octavo día. Todavía hace frío. No tengo agua.
Espero pacientemente. Vengan pronto. La fiebre me ha destrozado esta
noche. Espero que encuentren mi diario. Bill”. No le estaba escribiendo a
nadie y a la vez estaba escribiéndoles a todos. Fue el último acto en
vida de William Newton Lancaster, al menos del que se tenga registro.
Por su carta, se presume que murió ese mismo día, el octavo de su
desaparición y de su cárcel de arena, el 20 de abril de 1933. El ala que
lo amparaba de la intemperie era ya chatarra: el desierto empezaba a
sepultar también los restos de su avión, un Avro 504, y a erosinar los
esfuerzos de un intento de récord seguido de muerte.
William Newton Lancaster era Bill. Murió arrasado por el Sahara profundo, en el área de Tanezrouft, al sur de Argelia, en una región que bautizaron “la Tierra de la Sed” por su extrema aridez y hostilidad.
Tenía 35 años. Había nacido el 14 de febrero de 1898 en Birmingham,
Reino Unido. Su legado fue compartido en formato libro, novelas,
documentales, películas y series: un hombre que murió víctima de su
propia ambición y se volvió objeto de la cultura moderna. El relato de
su historia contiene una sobrevida: su desaparición constituyó una muerte 29 años después,
cuando una patrulla de la Legión Extranjera francesa tropezó con los
restos de un avión, en una zona donde para sobrevivir al calor abrasador
se necesitan más de cuatro litros de agua por día. Lancaster, que había
administrado durante ocho días sus gotas de agua en abril del ‘33, era
una momia.
Las biografías coinciden en un
adjetivo: aventurero. Primero fue un adolescente que huyó de la Gran
Guerra al mudarse a Australia. Después se unió al conflicto bélico: en
1916 se alistó en el ejército australiano, combatió en Francia y Medio
Oriente, antes de enrolarse en las fuerzas aéreas. En la Australian
Flying Corps se formó como piloto: adquirió el prestigioso mote de “aviador hábil y atrevido”.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, se estableció en Inglaterra y
se incorporó a la Royal Air Force, el brazo aéreo de las Fuerzas Armadas
británicas y la fuerza aérea independiente más antigua del globo.
El capitán Lancaster estuvo en la Royal Air Force entre 1921 y 1927 (Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images) “Era temerario y rebelde”, describió Terry Gwynn-Jones, en un artículo publicado en enero de 2000 de la revista Aviation History,
donde aporta que era un boxeador aficionado, un jinete avezado y que su
casamiento en 1919 a los 21 años con Annie Maude Besant había
ocasionado disgustos en sus superiores, afectos a disuadir cualquier
vínculo sentimental que comprometa su desempeño en el servicio militar.
En 1921 fue ascendido a oficial de vuelo. Seis años después, en 1927,
concluyó su prestación como piloto de combate.
Quiso
ser dentista y quiso ser piloto de aerolíneas comerciales. En su
regreso a la aviación apostó por un acto de osadía: algo que volvería a
intentar años después. Se embarcó en un viaje arriesgado: unir Inglaterra y Australia en un Avro Avian,
un biplaza de 900 libras, impulsado por un motor ADC Cirrus de 80
caballos de fuerza, emblema de la nueva generación de aviones de turismo
ligeros británicos. Consiguió un precio módico con la compañía
fabricante (A.V. Roe & Company -AVRO su acrónimo-) y combustible
gratis por aportes de una petrolera. Pero aún así no le alcanzó el
dinero para costear la travesía.
La solución la
encontró en una mujer. Jessie Miller era una aventurera como él, incluso
más. Una audaz, una intrépida, una revolucionaria que deseaba
incursionar en la carrera aérea: proyectaba convertirse en la primera
mujer en unir Inglaterra con Australia en vuelo. Se conocieron en una
fiesta. Lancaster le contó que quería ser tan famoso como Charles
Lindbergh, el primer piloto en cruzar el océano Atlántico. Miller se
entusiasmó y le ofreció un acuerdo: solventar parte de la expedición con la condición de que aceptara como copilota.
Una
imagen de 1933, el año en que Bill Lancaster falleció mientras
intentaba cruzar el desierto del Sahara a bordo de un monoplaza que le
había comprado su padre (Fox Photos/Hulton Archive/Getty Images) “La
esposa de Lancaster estuvo de acuerdo con el plan y los despidió en el
aeropuerto Croydon de Londres el 14 de octubre de 1927. Con destino a
Darwin en el Avro Avian Mk.III Red Rose, Lancaster no tenía planes de
establecer ningún récord de velocidad”, dice el escritor especializado
en temas de aviación, Terry Gwynn-Jones, en su nota periodística.
Denominaron al avión el “Red Rose” y Miller solo llevó a bordo un
cepillo de dientes, un peine, ropa interior y una cámara de cine.
Tardaron cinco meses en llegar a Australia: el viaje de 22 mil
kilómetros estuvo atravesado por inconvenientes meteorológicos,
desperfectos mecánicos y aterrizajes forzosos. Mientras esperaban en
Sumatra que repararan su aeronave, el piloto australiano Bert Hinkler se
adelantó y concluyó su gesta: el vuelo pionero entre Inglaterra y
Australia.
El aterrizaje de Lancaster y Miller
en Darwin, una ciudad emplazada sobre el extremo norte de la isla, causó
una conmoción ciudadana. No había sido el inaugural, pero igual fue
recibido por una multitud entusiasta: había sido el vuelo más largo jamás emprendido por una mujer.
“En cuestión de meses, los dos se embarcan en un viaje de medio año por
todo el mundo, saltando de un puesto colonial a otro. Pero al igual que
los récords mundiales, los votos matrimoniales se pueden romper, y al
aterrizar en Australia, Jessie y William no solo son celebridades
internacionales, sino que también están profundamente enamorados”,
escribe Corey Mead, en el libro Los pilotos perdidos.
Hollywood
les había prometido rodar una película de su hazaña. Viajaron a los
Estados Unidos en 1928 para involucrarse en el proyecto. Pero la
propuesta se esfumó en los albores de la gran depresión de la década del
treinta. Los dos decidieron establecerse en el país: ella obtuvo la
licencia de aviadora, él se dedicó a vender motores de aviación, y
juntos realizaron exhibiciones aéreas y participaron de competencias
aeronáuticas. La crisis económica los había obligado a exprimir sus
conocimientos de aeronavegación, mientras su relación íntima se
debilitaba por las imposiciones religiosas de la familia de Lancaster y
por los intentos de reconciliación que derivaron en la negación de su
esposa a concederle el divorcio.
La
aviadora australiana Jessie Miller ordena su kit en el aeródromo de
Croydon, Londres, antes de intentar un récord de vuelo de larga
distancia entre Inglaterra y Australia con el piloto Bill Lancaster, el
14 de octubre de 1927 (E. Bacon/Topical Press Agency/Hulton
Archive/Getty Images) Había que
subsistir. En 1932, Miller contrató al joven escritor Hayden Clarke para
que contara y publicara sus aventuras, su biografía. Clarke visitó la
casa que los amantes alquilaban en Miami, donde también conoció a
Lancaster. El piloto debió emigrar a México persiguiendo una promesa
laboral. Ella reincidió en la conquista: volvió a enamorarse de su
socio. El tiempo compartido había contribuido -de nuevo- a gestar una
conexión amorosa en la australiana. Lancaster, al enterarse de la
noticia, regresó a su casa dispuesto a recuperar el amor de su copilota.
La
noche del 20 de abril de 1932 Hayden Clarke recibió un disparo en la
cabeza. Terry Gwynn-Jones escribió en su crónica: “Llevado de urgencia a
un hospital, murió unas horas después. La policía encontró dos notas de
suicidio y al principio estaban convencidos de que el joven escritor se
había pegado un tiro. Pero una semana después, Lancaster fue arrestado y acusado de asesinato.
Las notas de suicidio parecían ser falsificaciones”. El arma también
incriminaba al hombre celoso: pertenecía a Lancaster. Estuvo tres meses
detenido en prisión preventiva. Hasta que, tras cinco horas de
deliberación, el tribunal absolvió al principal acusado por el crimen
del joven escritor. Las evidencias forenses fueron confusas para el
jurado: había beneficiado al piloto su comportamiento sereno y
respetuoso, la actitud benévola de Miller y la propia historia clínica
de Clarke, paciente con desequilibrios mentales.
Inocente
y en libertad, regresó a su país natal junto a la mujer australiana.
Estaban en quiebra y desesperados. Lancaster entendió que una nueva proeza bastaba para reacomodar su vida:
una gesta heroica limpiaba su imagen, recuperaba su piel de ídolo,
recomponía su posición en el mundo de la aviación y le proveía de nuevos
dividendos económicos. Lo vislumbró rápido: la preciada ruta Inglaterra-Ciudad del Cabo,
el desafío favorito de los pilotos británicos de principios de siglo.
El récord a romper era propiedad de Amy Johnson Mollison: cuatro días,
seis horas y 54 minutos entre el aeropuerto de procedencia y el de
destino.
Bill
Lancaster y Jessie Miller se terminaron enamorando después de pasar
tanto tiempo juntos. En sus días de agonía, el piloto le escribió cartas
directamente a su amada (Fox Photos/Getty Images) Tenía
el plan, le faltaba el avión. Lo financió su padre: le compró un
aeroplano Avro 504, el Avian Mk.V de un solo asiento que había
pertenecido al australiano Sir Charles Kingsford Smith, otro legendario
piloto. El monoplaza se llamaba “Southern Cross Minor”. Eran diez
mil kilómetros de distancia de navegación visual con cabina abierta:
más de dos mil kilómetros sobrevolando el desierto del Sahara. Emprendió
vuelo a las 5:38 de la mañana del 11 de abril de 1933 desde el
aeropuerto de Lympne, una estación de la Royal Air Force en Kent,
Inglaterra. Lo despidieron Miller, sus padres y un periodista, a quien
le dijo: “Quiero dejar en claro que estoy intentando este vuelo bajo mi
propio riesgo. No espero que se haga ningún esfuerzo por encontrarme si se denuncia mi desaparición”.
Su
avión era más lento que la aeronave que estableció la marca a batir: su
diferencia estaría en reducir las paradas, alargar los tramos aéreos,
prescindir del descanso, ganar tiempo de vuelo. Su cálculo sugería
dormir máximo dos horas durante las paradas de reabastecimiento de
combustible. Carecía, a su vez, de equipo de supervivencia para abaratar
peso: solo provisiones -chocolates y sándwiches de pollo-, un frasco de café y siete litros de agua.
Paró
primero en Barcelona, España. Después en Orán, Argelia. Los agentes
quisieron impedir su despegue: no lo habían visto en condiciones físicas
de superar la excursión por el desierto y lo incentivaron a que pagara
una fianza para cubrir los gastos de una eventual operación de rescate.
“No tengo dinero ni espero que me busquen”, les respondió. Partió,
impetuoso y suicida. Se perdió. Aterrizó primero en Adrar, después en un
pequeño pueblo 170 kilómetros al este de Reggan, a donde procuraba
detenerse. Se confundió. Los vientos lo arrastraron de nuevo a Adrar
hasta que recaló finalmente en Reggan.
Los restos del "Southern Cross Minor" antes de que sean trasladados al al museo australiano de Queensland, en Brisbane en 1975 Despegó a las 6:30 de la mañana del 12 de abril de 1933 con diez horas de retraso y treinta horas en el aire, sin descanso,
sin luz en la cabina, sin señales de bengala. Lo esperaba el
interminable desierto del Sahara, la “Tierra de la sed”. Los testigos
creyeron que no iba a poder superar las inclemencias del vacío sur
argelino. Lancaster ya no era audaz ni valiente, era un obstinado, un
porfiado, un irresponsable. Se estrelló dos horas después. El avión quedó averiado.
Todo lo que pasó después se supo por lo que el piloto escribió en un
diario íntimo: “Acabo de escapar de una muerte muy desagradable...
Estaba completamente oscuro, no había luna (alrededor de las 8:15 PM).
Traté de tocarla, pero choqué fuertemente y la máquina volcó. Cuando
volví en mí, estaba suspendido boca abajo en la cabina. No sé cuánto
tiempo estuve dormido. Había una atmósfera horrible en mi pequeña
prisión con vapores de gasolina. Raspé la arena con las uñas y
finalmente logré salir a la intemperie. Mis ojos estaban llenos de
sangre que se había coagulado, pero finalmente logré abrirlos”.
Sangraba
por la nariz y por la frente. Había perdido mucha sangre. Ordenó sus
raciones de comida y dosificó su consumo de agua. Proyectó que podría
sobrevivir al menos durante siete días. Pensó en caminar hacia la
civilización pero recordó una vieja máxima de los pilotos siniestrados:
mejor quedarse junto al esqueleto del avión porque suministra sombra y
es más fácil de divisar por los operativos de búsqueda y rescate. Lo
hizo. Usó gasolina para incendiar la tela del avión y lucir bengalas que
irradiaban luz durante sesenta segundos. Pasaba los días oculto bajo el ala del Avro y escribiendo en su libreta.
El sol hería su piel. El frío penetraba sus huesos por las noches. “Era
consciente de las escasas posibilidades de que lo encontraran. Su
escritura mostró una gran lucidez y perspicacia sobre su situación y
sobre los problemas que enfrentaban sus buscadores”, escribió Terry
Gwynn-Jones.
Pasaron 29 años. El 12 de febrero
de 1962 un grupo de soldados franceses halló los restos de un avión
destruido, un monoplaza de origen británico, y debajo de él un cuerpo
momificado. La desaparición de William Newton Lancaster se resolvió ese
día: había muerto deshidratado. En las inmediaciones del esqueleto de la
aeronave, encontraron 41 páginas de una bitácora atada al ala, un
diario conmovedor y trágico, efectos personales y documentos, entre
ellos la foto de Jessie Miller, quien autorizó que todo fuese publicado.
El “Southern Cross Minor”, que medía once metros de ancho a través de
sus alas y 8,97 metros de largo, fue llevado al Museo de Queensland, en
Brisbane, Australia.