El día que el Pulqui se convirtió en Pulquiría
El 31 de mayo de 1951 marcó el punto de inflexión definitivo para el IA-33 Pulqui II. En lugar de apostar decididamente por su desarrollo y producción en serie, el gobierno peronista optó por relegarlo a la categoría de demostrador tecnológico, desarticulando con ello las posibilidades reales de que Argentina se posicionara a la vanguardia de la aviación militar global. Esta decisión, atribuible en última instancia a la voluntad del presidente Juan Domingo Perón, resultó determinante en el fracaso del proyecto.
Ese día, durante un vuelo de prueba a bordo del segundo prototipo, el capitán Vedania Adriel Mannuwal falleció al intentar eyectarse del aparato. La catástrofe evidenció fallas estructurales graves: un ala se desprendió en pleno vuelo por una soldadura deficiente, y el sistema de eyección falló debido a su complejidad técnica. Pero más allá del accidente en sí, lo alarmante fue que el aparato aún no estaba homologado y se lo estaba utilizando de manera irresponsable en maniobras de adiestramiento de pilotos, exponiéndolos a riesgos inaceptables.
El Pulqui II fue fruto de una coyuntura histórica excepcional. Argentina, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se encontraba entre las pocas naciones con acceso a tecnología de propulsión a chorro. Esta situación fue facilitada, paradójicamente, por su relación con el Reino Unido, que le proveyó motores y repuestos militares sin restricciones. El Instituto Aerotécnico —posteriormente Fábrica Militar de Aviones— ya tenía experiencia en diseño y producción, pero nunca alcanzó una escala industrial significativa. Los modelos IAe-22 y Calquín, diseñados antes del peronismo, son prueba de ello.
Con la llegada del ingeniero alemán Kurt Tank a Argentina, se buscó aprovechar su experiencia en diseño avanzado. Su colaboración con el equipo local produjo el Pulqui II, un caza con alas en flecha, motor Rolls Royce Nene II, y una velocidad máxima en torno a los 1.080 km/h. Aunque en sus inicios el avión no estaba muy lejos del F-86 Sabre o el MiG-15 en términos de rendimiento, nunca pasó del estado de prototipo. Mientras sus contrapartes ya estaban en producción masiva y en operación activa, el Pulqui II apenas lograba acumular horas de vuelo entre constantes rediseños y accidentes.
El programa sufrió múltiples tropiezos técnicos: desprendimientos estructurales, fallos en el tren de aterrizaje, problemas de estabilidad y falta de potencia de la turbina. Estos no eran insalvables, pero requerían inversión sostenida, personal altamente capacitado y decisión política. Lo cierto es que ninguno de estos tres factores estuvo presente en la medida necesaria.
En el período clave entre 1950 y 1953, el gobierno peronista no proporcionó el respaldo financiero ni organizativo que hubiese permitido avanzar hacia una producción industrial. La tragedia del capitán Mannuwal, seguida por la muerte del piloto alemán Otto Bherens en 1952, no fueron advertencias técnicas, sino consecuencias previsibles de una política que priorizaba el simbolismo por encima de la operatividad. Aún más grave fue la utilización del prototipo en entrenamientos de combate, sin homologación ni preparación adecuada, un acto negligente que tuvo consecuencias mortales.
En 1953 voló finalmente un cuarto prototipo con varias mejoras —cabina presurizada, cañones instalados—, pero ya era tarde. Las grandes potencias estaban entrando en la era del vuelo supersónico. Mientras se desarrollaban modelos como el F-100 Super Sabre o el MiG-19, en Argentina apenas se aspiraba a fabricar una docena de aviones subsonicos de tecnología ya obsoleta.
Cuando se produjo el golpe de 1955, el Pulqui II seguía sin estar homologado. Solo un aparato estaba en condiciones mínimas de vuelo, y el proyecto estaba lejos de concretarse. Aunque un grupo reducido de técnicos intentó mantenerlo vivo, incluso realizando vuelos de larga distancia armados con municiones reales, el retraso tecnológico ya era irrecuperable. Los problemas de oxigenación que casi causan la muerte al capitán Rogelio Balado en uno de estos vuelos solo refuerzan esta conclusión: el aparato no estaba listo y el país ya no tenía margen para esperar.
En 1956, el brigadier Ahrens confirmó lo inevitable: solo había material para construir un puñado de unidades. A pesar de que se propuso fabricar 100 ejemplares, la infraestructura heredada del peronismo apenas permitía armar una docena en cinco años. Frente a ello, la oferta de cazas F-86 Sabre usados, disponibles de inmediato y a bajo costo, resultó una solución racional y pragmática.
La Fuerza Aérea finalmente recibió 28 F-86F, que lograron cumplir con los requerimientos operativos en un contexto regional cada vez más exigente. Por el contrario, el Pulqui II quedó como un testimonio estático en el hangar de pruebas. Su último vuelo fue hacia 1961. A esa altura, era un artefacto de museo que no respondía a ninguna necesidad real de la defensa nacional.
Cualquier intento de justificar el fracaso del Pulqui II por el golpe militar de 1955 ignora lo esencial: cuando la decisión de apostar por su desarrollo era crítica —entre 1950 y 1953—, el gobierno peronista no actuó. El proyecto se dejó avanzar a media marcha, mal coordinado, mal financiado y usado de forma propagandística. La responsabilidad por su estancamiento no recae en una revolución posterior, sino en la decisión política inicial de no convertirlo en una prioridad nacional real. Fue allí, en 1951, cuando se firmó su sentencia de muerte. Los pilotos terminarían nombrando internamente al avión como Pulquiría, por su pobre perfomance y riesgos asociados a su pilotaje.
Hoy, el Pulqui I y el Pulqui II están restaurados y preservados en el Museo Nacional de Aeronáutica en Morón. Son testimonios silenciosos de una posibilidad frustrada. Pero también representan una lección clara: la tecnología de punta exige más que intenciones; requiere decisión, coherencia y responsabilidad. Nada de eso estuvo presente cuando más se necesitaba.
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